Cada vez que le hablaba del último sobre rechazado, comprobaba un nuevo tic en su rostro malherido, un pequeño temblor en sus piernas, o cómo se apagaba de a poquito el brillo de sus ojos. Tomás sabía del arduo trabajo de aquellas diminutas manos de porcelana, de las horas frente a un teclado que se volvía cada vez más obsceno y traidor con sus dedos, de todas las editoriales pateadas en busca de un lugar en alguna estantería. También sabía que Julia jamás daría por perdida esta batalla, pues tenía la certeza de que siempre habría alguien , en algún lugar, dispuesto a escuchar la historia acerca de su enfermedad, acerca de ELLA.