El atasco en la N-V es monumental. Hastiado por la inmovilidad de los otros coches, he tenido que desviarme por la Avenida de la Aviación de vuelta a casa. Siempre que paso por delante, no puedo evitar volver la cabeza y mirar al portal. Aún espero que salga a recibirme a la parada del 34 , con esa ligera cojera que le hacía tambalearse de izquierda a derecha, vestido con unos pantalones claros colgados de un cinturón de cuero y en el bolsillo de su camisa de rayas marcada la cajetilla de su ducados.
Justo enfrente del aeródromo de Cuatro Vientos, allí en un bajo sesentero, vivían mis abuelos Alfonso y María. Recuerdo que la entrada de aquel apartamento se separaba del salón por un tabique de cristal rayado que no dejaba ver más que siluetas deformes a través de él. Era una visión muy incómoda, y yo prefería salir corriendo hacia el otro lado de biombo, a intentar adivinar si mis tíos y primas habían llegado antes que nosotros. Casi todos los sábados por la tarde nos reuníamos con ellos, incluso mi tío Alfonso, aún soltero. Nos sentábamos alrededor de una mesa camilla azul cubierta de un plástico transparente que protegía una especie de mantel agujereado hecho de hilo. Amontonados alrededor, comiendo pipas y chocolate, nos calentábamos los pies con el único brasero que existía en aquella casa. María, embutida en el sillón de skay contaba y volvía a contar sus nudos de ganchillo mientras escuchaba las historias sobre la guerra civil que nos contaba mi abuelo. El rostro de Alfonso llevaba marcadas las líneas de los numerosos caminos que había tenido que tomar en su vida para llegar a estar allí, junto a sus cuatro nietos. Con cierta distancia, no sé si por los años transcurridos o por el callo en la herida de bala que atravesó su muslo , nos narraba cómo el vil enfrentamiento entre rojos y azules, comunistas y fascistas, izquierdas y derechas, le había obligado a apuntar y levantar el rifle en el frente contra su propio hermano, forzosamente inscrito en el bando contrario. Como eran historias de guerra, pronto nos quedábamos solos. Mientras, a mi hermana y a mis primas les gustaba ponerse con mi abuela intentando imitar los hábiles trazos que dibujaba con las agujas de tejer.
Parado en el semáforo de la avenida que es hoy, persigo en el cielo una avioneta de la academia haciendo piruetas, rozando peligrosamente los límites del mundo de los mortales. El acróbata del cielo me recuerda que, al llegar la primavera el brasero era abandonado por estas exhibiciones de los pilotos que observábamos mi abuelo y yo desde la puerta de su portal, sentados sobre un pilar de hormigón. El corazón se aceleraba cuando se precipitaban arriesgadamente hacia el suelo y en el último momento, se volvían a elevar hasta perderse en la niebla, mezcla de los humos y las nubes. Las niñas jugaban a la rayuela y cuando se cansaban pedían ir al campo a recoger amapolas. Contiguo a las pistas del aeródromo, existía un campo compuesto de escombros, rastrojos y algunas flores, donde aquel proyecto anciano nos llevaba para que quemásemos las energías de unos infantes insaciables. Pegado a la valla que limitaba las pistas del club, existía cierto desnivel del terreno por el que nos deslizábamos una y otra vez, como si se tratase de toboganes de arena. Yo empleaba mis energías en buscar palos que acompañasen mis expediciones por aquella escombrera. Examinaba con cuidado cada centímetro del territorio esperando encontrar saltamontes a los que amputar las patas traseras u hormigas voladoras que perdian pronto dicho adjetivo. En cuanto las chicas se escondían entre las mantas de colores silvestres, aprovechaba para vaciar mi vejiga apuntando directamente sobre el cráter de las currantes amigas de la cigarra. Mi abuelo nos observaba sentado sobre un mojón de la carretera que llevaba a La Fortuna, saboreando su tabaco negro a la vez que esbozaba alguna sonrisa al comprobar que el comportamiento de aquello niños distaba mucho del que había podido tener en una infancia repleta de necesidad y esfuerzo. Al iniciar la marcha de nuevo, compruebo que aquel parque-zoológico improvisado es ahora un edificio de viviendas.
Miro por el retrovisor y veo el reflejo de mis ojos, no heredé su mirada cristalina, pero sí cierto guiño que me recuerda al gesto incompleto de unos iris ensombrecidos por un accidente de la infancia que le restó visión para el resto de sus días. Mi abuelo nunca me contó aquella historia, y yo , a mi corta edad, comprendí que aquel vaso en su mesilla que guardaba cada noche la muestra de su seudoceguera, era la prueba más fehaciente de que era afortunado por haber nacido en otro tiempo y en otro lugar, nada más y nada menos, medio siglo después.