Estaba deseando llegar. El peso de los días se había hecho insoportable. Tanto que sus piernas se habían unido sin avisar a la perezosa rutina de aquellos meses y se resistían a seguir pedaleando. Pero Anabel era testaruda, mucho más que su propio cuerpo y llegaría tarde o temprano. Las ramas esqueléticas de su almendro esperaban sus pasos y se lanzaban como lianas sobre el camino intentando alcanzarla. El otoño había desnudado su brazos, pero su tronco y extremidades eran el regazo perfecto que ella recordaba.
La mochila de Anabel en aquellos 7 meses se había llenado, penas y alegrías casi por igual, pero en definitiva la notaba menos ligera de lo que habría esperado. Respiró hondo alimentando sus pulmones con el aire puro de aquella sierra, gélidos rayos de sol iluminaron sus mejillas que se alzaron al astro rey de ese 30 de diciembre. Ahora sí, reposó de nuevo su burra sobre su poderoso tronco y alargó los brazos para entrecruzarlos con los suaves raspes de sus ramas. Se abrazó al madero dejando que sus latidos avivasen el flujo de su salvia, inspiró el seco olor de su corteza mientras las primeras lágrimas corrieron por las llagas del leño. El reencuentro fue tan dulce como amargas fueron las despedidas de aquellos que habían compartido tantas experiencias de vida . Y aquel sabor agridulce había resistido con fastidio junto a Anabel en el resto de los días hasta hoy. Por eso necesitaba sumergirse de nuevo en las aguas de aquel riachuelo, renovar el sabor aspirando por cada poro los aromas puros de aquel manantial.
Abandonó su bicicleta al resguardo de su almendro, y encaminó sus pasos hacia el sendero que bajaba a la orilla del arroyo. El invierno había hecho adelgazar el cauce por lo que sus andares se prolongaron algo más hasta la orilla. El frio no iba a ser impedimento para un encuentro piel con piel. Anabel estaba dispuesta a sumergirse de nuevo virgen y pura en aquellas aguas. Era su tributo , demostrarse de nuevo que su cuerpo y mente estaban preparados para asumir los cambios y las adversidades, por más crudas y glaciales que llegasen. Mientras introducía un pie la imagen de la celebración de su anterior cumpleaños calentó la planta hasta el tobillo, las risas y los canticos de sus amigos bombeó con mas fuerza la sangre por sus venas. Antes de perder el equilibrio zambulló el otro pie pisoteando el recuerdo de quienes demostraron más perversión e indignidad de la que ella jamás habría deseado el día de su despedida. Allí quedaron en lo más hondo del riachuelo. Se arrodilló despacio saboreando la mágica imagen de sus letras impresas en aquellas páginas, configurando el más digno tributo a su familia. Las lagrimas de alegría arroparon primero sus pómulos , después sus pechos, mezclándose con el arroyo a la misma altura de su ombligo. El calor de sus compañeras de relatos en el día de la presentación del libro, templaba ya las aguas.
Soltó su coleta de rizos de cobre y comenzó a saludar con sus manos el fondo cristalino. La melena cubrió sus pezones para eclipsar sin celo el frío de la corriente. Volteó su cuerpo para flotar recibiendo al sol. Y mientras anudaba sus manos sobre su cabeza, de nuevo, como esa bailarina en primavera, el cielo le devolvió ese corazón enorme de vapor que un avión grafiteó sobre Manhattan, capturado por sus ojos en ese viaje tan esperado como espectacular para ella y sus chicos.
Flotó rodeada de pequeños peces que pellizcaban su piel de nácar, sumergió levemente su rostro para bautizar el nuevo año que comenzaba y dejó que su pelo se propagase alrededor de su cabeza dibujando los vértices de una corona . No quería ser reina de nada, no , solo dueña de su vida. Y Anabel sabía que aquel año había iniciado el camino para llegar a serlo, de principio a fin. También había aprendido que el tiempo es efímero, como casi todo lo que nos rodea, pero lo que no se marcha y se queda con nosotros para siempre es el amor de quien nos respeta, comparte su vida y su tiempo y nos regala su sonrisa.