Cada vez le parecía más y más pesada aquella maleta. Era mediana, gris, rígida y con ruedas, pero arrastrarla por aquellos empedrados hasta la estación de autobuses era la condena por un delito que aún no había cometido.
Sagrario marchaba todos los viernes en el autobús de las cuatro hacia su pueblo, una pequeña aldea de la comarca de Calatrava llamada Picón. No distaba mucho de su residencia de lunes a viernes en Madrid, donde trabajaba como profesora de primaria en un colegio público. La enseñanza era su pasión, había sido su vocación desde niña cuando ponía a todos sus muñecos sobre el alfeizar de su ventana, frente al escritorio de madera de pino elaborado manualmente por su padre, y les repasaba las tablas de multiplicar o las provincias del mapa de España: «dos por dos, cuatro; dos por tres, seis; dos por cuatro, ocho; dos por cinco, diez….Shhhh silencio, Cristina, que luego no sabes cuánto es dos por ocho, señorita». Repetía las frases de sus profesores, intentando imitar el tono para hacer más creíble su destreza ante los alumnos imaginarios.
Aprobó las oposiciones poco después de terminar sus estudios de Magisterio en Madrid. Había sido becada año tras año por sus buenas notas; difícil hubiera sido haber estudiado la carrera fuera de su provincia, pues la economía familiar no era nada boyante. No dudó en trasladar su residencia a la capital de modo más estable. Aun así, acostumbraba a regresar a su casa fin de semana sí fin de semana no para no perder el contacto con los amigos de la infancia y llenar su nevera de tuppers con las sabrosas comidas cocinadas por su madre querida.
Aquel viernes de abril, como los últimos viernes desde hacía un año, sentía que el ardor de estómago le encogía la espalda y encorvaba su esbelta figura haciendo que pareciese una anciana bajo esa gabardina verde caqui. Al dejar su equipaje en el maletero de aquel autobús del Alsa, se fijó en un anciano que rebuscaba en el bolsillo trasero de su trolley. Interrumpía el paso al resto de viajeros que, apresurados por llegar a su destino, le miraban con recelo para que finalizase su pausada búsqueda y se quitase de en medio. El señor de barba cenicienta y espesa, con lentes de pasta negra, parecía ajeno a la urgencia de sus presuntos compañeros de viaje, y sin hacer caso a los aspavientos de los demás, subió al vehículo a su ritmo. Cuando Sagrario cruzó el pasillo de entre los asientos, se percató de que aquel anciano iba a ser su compañero aquella tarde. En un primer momento resopló disimuladamente, «como sea otro viejo verde me cambio de asiento; no tengo yo hoy el día para tonterías….» Por fortuna ella tenía el asiento de ventanilla, por lo que si se ponía pesado, con acoplarse los cascos y mirar a través del cristal sería fácil ignorarlo.
-Disculpe, señor, ¿me permite, por favor?- Dijo Sagrario con voz fría y distante.
-Por supuesto, señorita. Por favor, adelante.- Contestó amablemente el hombre mientras se levantaba y retrasaba su posición en el pasillo para dejar paso a la joven.
Sagrario se acomodó en el asiento, reclinó ligeramente el respaldo pretendiendo no molestar al viajero de atrás. Colocó el bolso entre sus pies después de coger su móvil y engancharle los cascos dispuesta a ausentarse de la realidad a través de la música de su smartphone.
-Qué bonito retrato. Tiene cara de buena persona.- dijo el anciano mirando la foto de la portada del móvil de Sagrario.- Disculpe no quiero parecer atrevido o causarle alguna molestia. Es que me recuerda mucho a mi difunta esposa. Manuela se llamaba.
-Ah, lo lamento. Gracias, es mi madre, era una excelente persona. Tiene razón.
Sagrario se puso los auriculares intentando no continuar con la conversación. Había pasado poco tiempo desde que su madre les había dejado, y no estaba dispuesta a desnudar su alma a un desconocido.
El octogenario pareció captar las señales de Sagrario . Sacó un pequeño libro del bolsillo de su americana de pana marrón y comenzó a pasar las páginas como buscando una en concreto. Sagrario observó la solapa del ejemplar y creyó reconocer a Mario Benedetti en la pequeña imagen del margen superior izquierdo. (Qué casualidad. El poeta de su madre). Levantó suavemente la mirada y comprobó que aquel hombre estaba recitando los versos contenidos en aquellas hojas. Intentó seguir el movimiento de sus labios tratando de reconocer el poema. Notó como el esternón se le partía al comprobar que los versos que salpicaban los labios del viejo eran los que su padre canturreaba a su madre moribunda todas las mañanas en su lecho:
«Porque te tengo y no
porque te pienso
porque la noche está de ojos abiertos
porque la noche pasa y digo amor
porque has venido a recoger tu imagen
y eres mejor que todas tus imágenes
porque eres linda desde el pie hasta el alma
porque eres buena desde el alma a mí
porque te escondes dulce en el orgullo
pequeña y dulce
corazón coraza «
– No tiene sentido, Sagrario; la vida sin ella no tiene ningún sentido para mí. Se me fue el alma, mi aliento, mi vida entera, hija. Ella era mi compañera y mi musa. Sin ella, no soy nada, no sé qué hago aquí.
Cómo un golpe directo al pecho abierto, Sagrario recordó las palabras de su padre el día en que murió su madre. (Continua …….)