…..Cómo un golpe directo al pecho abierto, Sagrario recordó las palabras de su padre el día de su muerte. Doblado sobre una silla de la cocina, encogido como intentando desaparecer también, se mecía sobre sí mismo mientras sollozaba la desesperación a su única hija. Siempre supo que aquella melancolía, aquel luto tan profundo traería malas consecuencias para la frágil salud de su padre. Dejó de trabajar en la fábrica de puertas, donde le dieron baja por invalidez a los poco meses. Dejó de esculpir en la madera, dejó de comer y beber e hizo verdaderos intentos por dejar de respirar. Los médicos le dijeron a Sagrario que el ictus que dejó paralizada una parte de su cuerpo podía estar relacionado con la pérdida de las ganas de vivir: «muchas veces la mente es más fuerte que nuestra propia voluntad», le dijeron. Desde entonces, Gabriel quedó prostrado en una cama, atendido de lunes a viernes por una hermana y los servicios sociales del pueblo, y los fines de semana Sagrario hacia lo posible por recomponer los trozos de alma y de vida que poco a poco se rompían entre semana.
– ¿A usted también le gusta Benedetti, señorita?- de repente la voz cálida del anciano devolvió a Sagrario a su asiento en aquel autobús.
Se vio reflejada en las lentes del abuelo y comprobó que sus ojos almendrados brillaban inusualmente al retener las lágrimas. Parpadeó varias veces intentando encontrar la respuesta más adecuada sin excederse en las explicaciones.
-Sí, me gusta, nos gusta mucho su poesía. Mi padre se la recitaba a mi madre y por eso las reconozco. Corazón coraza era su preferida.
– A mi mujer también le gustaba mucho. Y me dejó encargado de recitárselas a mi nieta si ella faltaba un día. Y a eso voy, a conocer a mi nieta, nació hace un mes, sabes. Se llama Lucía, como ella. Voy a recitarle los poemas que tanto amaba su abuela, para que el corazón se le llene de toda la ternura que ella repartió durante toda su vida.
Ahora eran los ojos azules de aquel anciano los que se llenaron de brillos, mientras su nariz enrojecía levemente producto de la desazón.
-Hola, mi papá dise que es ustez el primo de Papá Noel, y que si me porto bien se lo dirá a Papá Noel para que me taiga muchoz jubetes. ¿A que me estoy portando bien, papi? ¿a que zi?
De repente una pequeña con cara de dibujo animado japonés, con dos coletas rubias a los lados de sus orejas y ojos redondos, grandes y castaños, les sacó de aquella agónica conversación a los dos.
-Hola preciosa, ¿cómo te llamas? Si tu papá lo dice por algo será, los papás son muy inteligentes, ¿sabes?- dijo el hombre en susurros como si estuviera haciendo una confesión a aquella pequeña.
Sagrario quedó embobada por la ternura que le producía aquella niña tan atrevidamente graciosa y la complicidad demostrada por su compañero de viaje hacia la invención de un padre aparentemente encandilado por la belleza de aquella simpática criatura.
Una luz en un túnel, como un fogonazo, golpeó la retina de Sagrario con la imagen de su padre esculpiendo en un leño una cara y unas manos que ella creía reconocer claramente.
-¿Qué es eso que haces, papá? ¿De quién son esos ojos y esa nariz? Se parecen a mamá, y a mí, ¿a que sí, papá?
-Claro que sí, mi niña. Es un encargo que me ha hecho Papa Noel como regalo sorpresa para tu madre. Lleva un poquito de ella y un poquito de ti. Pero es un secreto, cariño; no debes contarle nada a tu madre o Papá Noel se enfadará con nosotros. ¿Sabrás guardar el secreto hasta el día de Navidad?
Y el día de Navidad su madre quedó absolutamente sorprendida por la belleza de aquella pieza tallada en la que los rostros de las dos se fundían en una imagen única en el mundo entero. Y Sagrario, entre todos los regalos que recibió aquel día por haber sabido guardar un secreto, se quedó con la cara de felicidad de su madre al ver aquella escultura de madera, y la de su padre al comprobar la felicidad de su esposa.
-No puedo hacer una pieza, no sé ni cómo coger el cincel. Se me ha ido con ella, Sagrario, ya no puedo esculpir. Ya no tengo a mi musa.- De nuevo su padre se lamentaba sentado sobre su taburete con el utensilio entre sus manos sin levantar la vista del suelo.
Al salir del túnel, la luz del día apagó aquel amargo recuerdo de la mente de Sagrario.
(continua….)