Erosionó mi cuello con el filo de su lengua y comenzaron a conectarse todos los filamentos de mi piel, creando una corriente que traspasó mis fronteras y puso en guardia sus sensores . Recorrió mis hombros con el revés de sus dedos, mientras mis gemidos se confundían con una gata en celo y su respiración calentaba, sin permiso, el lóbulo de mi oreja . El puente de Luis I estaba siendo el mejor testigo imaginable. Aún permanecían las luces de algunos locales de La Ribeira enredándose con los rayos de aquel sol inaugural de las mañanas de Oporto. El vestido con minifalda de vuelo estaba siendo mi cómplice perfecto, en un momento tan irrepetible como irrefrenable, sensual como ardiente, único e increíble. Tan sólo unas horas habían sido necesarias, desde que le hubiera conocido sobre aquel mismo puente, para dejarme llevar por el deseo de hacerme con ese ladrón de instantes. El asiento de su Harley bastó como catre improvisado mientras el fotógrafo se deshacía entre mis muslos, imprimiendo fotograma a fotograma un encuentro sexualmente delirante, tatuando en mi memoria cada centímetro de su piel, su rostro, sus ojos y su boca. Su labios encarnados y rollizos grabaron las sacudidas en mi estómago como el látigo del domador de circo. Aquel no era más que el comienzo de un álbum absolutamente excitante en mi nueva vida.