Todas las mañanas se sentaba en su hamaca, esperando al sol, añorando sus rayos. Rodeada de hibiscus, adelfas y jazmines, dejaba que sus hilos de luz esculpieran su silueta y que su fuego calentase su sangre. Ella estiraba sus brazos con los dedos amenazantes, intentando alcanzarlo. Mientras tanto él, encaramado en un taburete a su espalda, acompañaba sus movimientos con los acordes de una guitarra. Aquellos rayos desperezaban su alma, su cuerpo, su duelo ante un destino incierto. Escoltaban al alba hasta su desvanecimiento. Cada nota se emparejaba con un haz de luz que acariciaba su rostro, iluminaba sus rizos dorando su pelo, alargaba sus pestañas y resbalaba por su mejillas hasta besar sus labios. Manejaba las cuerdas de su guitarra como hilvanes de una madeja, enredaba y desenredaba , alejaba toda esa angustia malvada que quería apoderarse de la vida de aquella mujer condenada. Sus movimientos cada vez eran más lentos, más difíciles sus ritmos, pero él avivaba su esperanza. Y la mimaba, la amaba con esos ojos que no cesaban de admirarla. Era el amor de su vida y era la vida que le robaban, secuestrando poco a poco suspiros de horas en calma. No cesaba en su intento de aniquilar el sufrimiento con el solfeo de su guitarra, con esas sonatas de amor, con el aria de su alma.
Quedaba serena en la hamaca, encarando al sol e iluminada. Él fotografiaba su imagen aporreando su guitarra, abriendo y cerrando los ojos, entreabriendo el corazón y sin dejar escapar ni una sola lágrima. No era el llanto lo que ella esperaba, anhelaba la melodía de su Karma.