Cap_12 El tiempo lo dirá

PUNTADAALBAYa es Año Nuevo, tengo 365 días por delante para tomar las riendas de mi vida. No puedes dejar que esto te supere. Ya sabia que no estaban de acuerdo con que fueras a estudiar a Madrid. Tan solo la tía Amelia ha sabido entenderme y apoyarme. Quizá deba hacerle una última visita antes de volver. Ella siempre me ha dado fuerzas y seguridad para continuar mi camino. ¿Qué hora es? Las 9.30, ella ya se habrá levantado. Además aun tengo otros 20 minutos de vuelta a la carrera. ¡Ánimo Sandra, vamos a por ese chocolate de la tía Amelia que nos quita las penas!

Sandra comenzó a correr deshaciendo el camino que había recorrido para olvidar la terrible discusión de la noche anterior. Después de las campanadas y las doce uvas, en casa de los Nogueira hubo más que fuegos artificiales entre Sandra y su padre. Estaba comenzando a llover, igual que hacía una semana.

Sandra había llegado a A Coruña en tren. La intensa lluvia le había dado la bienvenida, arropada por fuertes rachas de viento que hacían por desplazar a los recién llegados con más ligereza de la que a voluntad ofrecían al andar. Amelia había ido a buscarla con su renualt Megane que armonizaba con el tono habitual cielo gallego. Sandra se acomodó en el regazo de su tía nada más verla. Andaba falta de cariño. El comienzo del curso había sido algo complicado para una chica de provincias. No pensaba que iba a añorar tanto su tierra, sobre todo a su familia, a su tía. Amelia correspondió el abrazo de su sobrina y besuqueo su peludo cogote hasta que Sandra elevó los ojos para mirarla y besarla en la mejilla con profusión. Con el rostro enrojecido por un cariño tan intenso, sonriendo le indicó a su sobrina donde estaba el coche.

Parece que te alegras de verme, mossa. Anda entra pal coche y me vas contando cómo te fue.

Sandra acomodó su bolsa de viaje en el maletero y corrió hasta la delantera del vehículo para sentarse junto a su tía. Sacudió su pelo y limpio las gotas que mojaban su cara. Miró a su tía con gesto jocoso :

¡Vaya chaparrada me tenías preparada tía! Esto no se le hace a tu sobriña favorita.

Cada zancada traía a sus pupilas los dolorosos fotogramas de la noche pasada. Se hincaban en su pecho como agujas de tejer lana. Jamás hubiera imaginado a su padre pronunciar aquellas palabras. Tampoco era capaz de entender por qué era objeto de tanto resentimiento. Ella no estaba hecha para el campo y las vacas, nunca se acercó al establo más cuando la obligaban a ello. No soportaba el olor a paja mezclada con el estiércol, la pastosidad que se cuajaba en las cisternas, ni la humedad de aquellos muros. El miedo a aquellos animales de topos negros o blancos , con ojos perezosos y sombríos, le agarrotaban el estómago encorvándola como una ancianita. Intentaba pasar inadvertida cada vez que acompañaba a alguno de sus hermanos a comprobar el nivel de las cubetas o el estado de salud de algún nuevo ternero. Le incomodaba andar sobre el barro, aunque vistiera botas hasta la rodilla que la zafaban del fango. Y nunca lo ocultó. Su torpeza al trasportar el alimento para los rumiantes provocaba las carcajadas de sus hermanos y el malestar de su padre, que soberbio la observaba apoyado en el bastón de su horca. Aún así ella cumplía con lo que le ordenaban con tal de que la permitiesen visitar después a alguna de sus amigas , o simplemente quedarse leyendo en el sillón de su tía Amelia.

Paró un instante frente a la Punta da Alba, justo donde desemboca el río que da nombre a su pueblo, escudriñando el oleaje de la playa. Siempre le asombró la ferocidad de aquellas aguas, gigantes de espuma que protegen al mar de la voracidad del hombre avaro. Sandra respiró profundamente y cerró los ojos un instante mientras repicaban en sus oídos los gritos de su padre.

Siempre te has creído superior a nosotros, nos humillas con tu mirada altiva y un lenguaje estirado. Tu madre llora por la noches preguntándose qué hizo para que la desdeñes así. Nunca tienes tiempo para acompañarla cuando vienes, parece que te avergüences de su ignorancia. Ni en una posada estarías tan ausente como en tu propia casa. Solo tienes tiempo para tus libros y tu tía. Eso sí , el dinero no te falta. Todos los meses sale del mismo bolsillo. Pues se acabó Sandra. Si no somos dignos de tu respeto, tampoco lo será nuestro dinero. A ver cómo te las apañas ahora en la capital sin el dinerito del pai.

Aquellas dagas envenenadas habían herido el orgullo de Sandra. Ella nunca trató así a su familia. Jamás se avergonzó de ellos. Por el contrario, alababa que en pleno siglo XXI, aun trabajasen casi manualmente con sus vacas y terneros realizando un esfuerzo físico y una dedicación casi extinta ya. Y su madre, su madre era la viva imagen de la generosidad y el amor. Jamás sentiría vergüenza de ella, no era ignorante, en absoluto, era callada , eso sí, insegura, pero ninguna analfabeta. A escondidas y a ratitos, entraba en la habitación de Sandra y ojeaba los libros de su estantería. Sandra la había encontrado allí en alguna ocasión volviendo de correr. Por el quicio de la puerta, medio entornado, observaba como su madre sentada en su cama, pasaba las hojas de una novela o , simplemente, del diccionario de lengua. Elegía una palabra al azar, leía su significado y lo repetía en susurros, como para agregarla a su memoria. La emocionaba ver el interés de su madre por las letras, por no quedar anclada en esa casa, entre cazuelas , sábanas y verduras. Sandra permanecía allí, inerte, con el nudo en la garganta y las lágrimas contenidas en sus ojos. Cuando veía que cerraba el libro y estiraba la colcha de la cama, queriendo borrar las pistas de su intrusión, Sandra echaba los pasos atrás aparentando estar recién llegada, y seguir manteniendo entre las dos, cómplices sin saberlo, aquel maravilloso secreto.

Las lágrimas de su hermano Rubén aquella noche, moviendo la cabeza de izquierda a derecha en señal de negación, calaron aun más hondo en el corazón de Sandra. El muchacho adoraba a su narradora de cuentos. Todas las noches, antes de dormir, esperaba con impaciencia la visita de su hermana. Con un libro en la mano o sin él, le ayudaba a conciliar el sueño con esas historias sacadas de su imaginario o el de otros, pero que le hacían más llevadera la realidad que le había tocado vivir. Rubén era ya casi un adolescente, y aunque aún recibía toda la atención de su madre, había aprendido a valerse por sí solo y aquella silla de ruedas, era parte de su anatomía, sin ningún complejo. Quizá porque la vida le había puesto en aquella tesitura desde bien pequeño, había desarrollado una capacidad de superación admirada por Sandra, y desconocida para el resto de la familia que le miraba con compasión. Pero aquella noche, la compasión miró en otra dirección. La cara de Rubén contenía ese sentimiento junto con el gesto de no entender aquel ataque feroz hacia su hermana. Fue el primero en abandonar la mesa del salón y , con la agresividad que le permitían aquellas piernas de caucho, ausentarse de un salón lleno de resentimiento.

Abrió los ojos de nuevo. La gotas de lluvia se confundían con las lágrimas de su mejilla. Sandra estiró sus pómulos con las palmas de las manos, secándose así la infusión de fluidos y decidió continuar hacia su destino antes de empaparse. Ya estaba cerca de la casa de Amelia y su estómago comenzaba a pedir que lo llenaran.

No lo entiendo, nunca fue mi intención separarme de ellos. Rubén es mi niño, mi ángel, mi pequeño gran hombre. Y mi madre. ¿cómo no voy a quererla y admirarla? ¿vergüenza? jamás me dio vergüenza de ella. Tan solo me aparte para no ser una carga más para ella. Con los cuidados de Rubén ya tenía bastante. Si es cierto, no me gusta el campo, no me gustan las vacas, pero ellos, son mi familia. Solo intentaba buscar mi camino, encontrar mi lugar, ser yo. Algún día lo entenderán. Tengo que ser fuerte. El resentimiento no puede adueñarse de mí también. El tiempo lo pone todo en su sitio. Sí el tiempo dirá.

 

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