Ya estas aquí Sandra. Empieza tu aventura, esta historia es tu historia y serás quien la construya.
Frente al edificio de hormigón armado con ventanales de aluminio dorado, Sandra se repetía estas palabras intentando encontrar la serenidad y confianza para seguir adelante. Debía completar la matricula, elegir turno y todo empezaría a rodar. Eran las 8.15 de la mañana de un 5 de septiembre , por delante le quedaba un largo día de gestiones, lo fundamental ,dejar cerrado las cuestiones que le proporcionarían el inicio de la carrera de Periodismo.
Tan solo hacía un mes que le había llegado por correo a su casa en Arteixo, la confirmación de que había sido aceptada en la Facultad de Ciencias de la Información para cursar Periodismo , en la Universidad Complutense, en Madrid. Sandra podía haber elegido la Facultad de Santiago, pero realmente ella quería vivir en la capital, en el centro, en una gran ciudad. También había valorado Barcelona. Su tía Amelia se había ofrecido a acompañarla a Madrid, pero en ningún caso volvería a Barcelona, no podía volver a encontrarse con la ciudad que le proporcionó y le quitó al amor de su vida. Esta cuestión hizo que Sandra se decidiese por la Complutense.
Y allí estaban Sandra y su tía desde hacía tres días. Se habían alojado en un Hostal de la calle Delicias que se llamaba Aguamar. Amelia parecía estar muy a gusto pese a que compartían cama y el baño solo contaba con un wáter minúsculo , un lavabo enano y una ducha diminuta. Había venido con su sobrina absolutamente convencida de que era lo que tenía que hacer. Sandra había tenido que pasar por todo un calvario para salir de la casa de sus padres rumbo a su destino. Y su tía tenía claro que no iba a permitir que este camino lo iniciara ella sola.
Amelia sabía que Sandra estaba allí por ella, por todos aquellos ratos juntas en los que la muchacha había soñado una y mil veces con «aprender a contar las cosas que suceden en el mundo, como tú sabes contar a los niños todo lo que sabes» le repetía Sandra. La maestra había intentado inculcar a su sobrina desde bien pequeña sobre la importancia de encontrar una vocación que la completase como personas, que la hiciere una buena profesional y que aportase valor humano en la sociedad. Creía que algo había conseguido de todas aquellas tardes en su casa, de todas las ocasiones en las que Sandra se introducía en su cuarto, se sentaba en su escritorio y comenzaba a teclear en aquella primera máquina de escribir electrónica como si supiera ciertamente lo que quería que dijeran aquellas teclas pulsadas al azar. Mientras hacía que escribía le contaba a su tía lo que había aprendido en el cole, interrumpiendo la narración una y otra vez por anécdotas ocurridas en el patio del colegio, en el baño con una amiga o en el despacho del director cuando algún otro amigo se metía en algún lio y Sandra hacia de abogado de los pobres. Siempre le había sorprendido el arraigo tan fuerte que tenía su sobrina a los valores éticos y sociales a la hora de comportarse. La nobleza de la niña era algo que no tardaban en destacar ninguno de los profesores de la escuela que la conocían o tenían como alumna. No solamente era capaz de discernir entre el bien y el mal , lo correcto y lo incorrecto, sino que era obstinada cuando consideraba que alguien, incluido los adultos, no estaban actuando bajo estos preceptos y no dudaba en hacer perceptible su disconformidad. Amelia también era consciente que a la vez de loable , esta actitud podría llevarle a tener algunos problemas en su madurez si no conseguía ser menos vehemente en sus aserciones, simplemente debía aprender a controlar su alma de justiciera.
Sandra , vamos, no te quedes ahí parada que se nos va a pasar el turno.
Estaba paralizada frente a la escalinata que bajaba hacia la entrada al edificio de la Facultad. Observaba los pequeños grupos de estudiantes que se arremolinaban entre la columnas de cemento con las carpetas de apuntes en una mano, mientras en la otra contenían un cigarro al que pegaban caladas como si éstas fuesen el pegamento que fija el contenido de aquellos apuntes al cerebro antes de entrar a los exámenes de septiembre. También había otros cuantos que, como ella, tenían cara de susto y que portaban entre sus manos los sobres marrones de la matricula. Finalmente, echó un pie tras otro y comenzó a bajar las escaleras, seguida de su tía. Amelia no se acercaba demasiado porque no quería que Sandra pudiera pasar vergüenza al hacer demasiado evidente que era una nueva pardilla. Pero Sandra se dio media vuelta:
Vamos tía, no te quedes atrás, que nos podemos despistar la una de la otra.
Amelia la sonrió y aceleró el paso para darle alcance y colocarse a su lado.
No pienses que voy a hacer esto sola, para eso te he traído conmigo, esto también el culpa tuya.
Sandra le dió un beso en la mejilla y le guiñó un ojo. Cruzaron una pequeña calzada que separaba las puertas de la escalinata y entraron en el edificio por una de las puertas de cristal. Ya en el Hall miró hacia arriba y vio altos techos de hormigón que sujetaban oblicuamente grandes ventanales de cristal con aluminio en oro viejo. Miró hacia el frente y vio dos nuevas escaleras laterales que descendían a un segundo hall donde se encontraba un reducto acristalado que parecía ser la Librería. A su lados dos nuevas puertas grises y una más grande naranja , a la izquierda. Volvió la vista a la derecha y vio un pasillo muy lardo que hacía un quiebro al final, en el que había dos o tres puertas pintadas de gris. Habló a su tía de nuevo:
Ahora entiendo porque dicen que esto fue una cárcel de mujeres, tiene toda la pinta. Espero que para mi sea la libertad, ¿ verdad tía?
A la espalda de Amelia se fijó en un chico, unos años mayor que ella, o eso le pareció, que discutía con el bedel de la puerta. Sandra se fijó porque el conserje parecía conocerle bien por el modo en el que mantenían la conversación y se hablaban entre ellos. No podía ver prácticamente la cara del joven, pero le llamaron la atención las manos y el culo, dos aspectos masculinos que atraían de una modo inquietante a Sandra. Finalmente, el chico terminó la discusión elevando el brazo hacia atrás como reprobando lo que le decían y al girarse topó de frente con la mirada de Sandra. La sonrió , guiñó un ojo y salió por la puerta , no sin antes llevarse el último grito del conserje:
Te lo advierto, Andrés, que sea la última vez que aparcas en la plaza del Sr Boza, o llamo a la grúa.
Andrés, repitió Sandra, Andrés.