Todas las mañanas Marina sentía cierto escalofrío a tener que enfrentarse a aquella imagen en el espejo. Llevaba ya varios meses observando que su reflejo en el cristal del baño estaba acompañado por la silueta de cuatro mujeres. Sabía que eran mujeres porque cada visión le desvelaba un detalle de sus acompañantes, o el vestido, o el pelo o parte del rostro. Al principio evitaba mirarse en el espejo para no tener que enfrentarse a situación tan esotérica, pero había comenzado a acostumbrarse a estar acompañada incluso empezaba a transmitirle cierta seguridad y confianza en sí misma.
Según sus dos hijos pequeños, madrugaba demasiado para abrir la gasolinera del pueblo. La única que surtía de combustible a los habitantes de la pequeña aldea de Soria. Marina llevaba allí trabajando más de 7 años. Tras terminar su carrera de psicopedagogía en Madrid, había vuelto al pueblo para casarse con su novio de toda la vida, Román. Ella confiaba en poder dedicarse a su vocación en la pequeña escuela de Aldealafuente. Pero los recursos eran limitados para aquel pueblo y el profesional del gabinete psicopedagógico del colegio estaba compartido con otros tres colegios de aldeas cercanas. Intentó establecer su propio despacho en casa para ayudar de modo particular a los pequeños que lo necesitasen. Pero en aquella pequeña localidad aún eran reticentes a exponer que sus hijos pudieran tener algún tipo de necesidad especial para con los estudios.
Pronto llegaron los niños, Marina deseaba tener una familia numerosa, pues adoraba a los pequeños. El primero en llegar fue Jesús. Un rubio de ojos azules que hizo de los siguientes dos años los mejores de su vida. Román viajaba mucho por su trabajo como técnico de calderas, pero no se sentía sola, pues disfrutaba de cada momento con aquel pequeño entre sus brazos. Justo a los dos años llegó Candela, morena como el azabache pero de ojos claros como su padre. La pequeña era algo más inquieta que su hermano, dormía poco y caldeaba constantemente el ambiente con sus rabietas. Por comer, por dormir, por el baño, por los dientes, porque se caía, cualquier circunstancia le venía bien para berrear y crispar los nervios de los habitantes de su casa. Cuando Jesús veía que se iba a producir una de sus pataletas, cogía a Fofi, su labrador de peluche y se escondía en la tienda de los apaches que tenia en su habitación. Él sabía que tras la algarabía de su hermana vendrían los gritos de su padre que recriminaba a su madre no saber callar a la pequeña «está muy consentida Marina, eso es lo que tiene, que le permites todo».
Tras una de aquellas discusiones, Román salió de casa enfadado porque llegaba tarde a su próxima visita. Marina, desolada por la indiferencia de su marido ante la educación de sus hijos, quedó inerte en el sofá frente a la chimenea. Esa no era la idea que tenía ella sobre la crianza de los hijos. Lo que no sabía Marina era que aquella situación podía complicarse aún más.
Una hora y media más tarde de aquella discusión, sonó el teléfono. Román había tenido un accidente de coche. Estaba en el hospital de Soria y estaba grave. Pasó tres días en coma. La mano derecha quedó sin movilidad al estar afectados los nervios y tendones de la muñeca, tendría que abandonar su trabajo. Volvieron a casa tras más de 10 días en el hospital. Durante el camino de vuelta, un silencio glacial hizo presentir a Marina la complicada situación a la que debía hacer frente. Con la pensión de invalidez que podía quedarle a Román no iban a poder hacer frente a todos los gastos familiares. Necesitaba un empleo, necesitaba un sustento, necesitaba una solución. Así fue como comenzó a trabajar en la gasolinera del pueblo. Era lo único que encontró en aquella situación desesperada. Era lo que tenía que hacer.
Antes de salir de casa a la 5.30 de la mañana, dejaba los desayunos en la cocina, la ropa del colegio en las sillas de su habitación, y las mochilas con las meriendas para el recreo junto a la puerta de la casa. Román estaba sumido en una tremenda depresión que había agriado su carácter y agudizado el distanciamiento entre ellos. Pero Marina no podía pararse a pensar, no tenía tiempo. Se pasaba el día en aquella gasolinera, o en el mercado o en casa organizando cenas, comidas, baños, deberes del colegio, lista de la compra… y todo con la mirada inerte, perdida de un Román impávido en el sofá frente a la chimenea.
En aquella gasolinera las cosas tampoco habían sido fáciles. Era la primera mujer que trabajaba en aquella plantilla. Durante mucho tiempo tuvo que lidiar con las bromas de sus compañeros sobre su desconocimiento de mecánica de coches, sobre futbol o sobre política. La necesidad la obligó a tragar saliva durante mucho tiempo, a cumplir con los turnos y los trabajos que muchos de ellos se negaban a hacer, la limpieza de los baños o la reposición de los stand de comida preparada. Y toda ello agravado por una sueldo que distaba bastante del de sus compañeros varones. Pero Marina más pronto que tarde se hizo imprescindible para aquella gasolinera. Era la única que se conocía al dedillo los importes y combustible del de cada cliente, incluso sus nombres. Sabía que café tomaban y el tabaco que fumaban. Les preparaba la prensa antes de entrar por la puerta para que pudieran ojearla mientras abonaban su repostaje. El día que Marina libraba, todos y cada uno de ellos echaba de menos sus atenciones.
Aquella mañana Marina estaba decidida a pedir una revisión de su salario. La situación de su casa estaba comenzando a ser muy complicada y si conseguía percibir el mismo sueldo que sus compañeros, lograría estar más desahogada. Temblaba de solo pensar en entrar a aquel despecho y sentarse frente Julián, su jefe. Pero sabía que tenía que hacerlo.
Julián, no puedo continuar en esta situación. Después de 7 años, necesito que consideres lo que te voy a decir. Realizo el mismo trabajo que mis compañeros, hago los mismos turnos, o más. Nunca te he puesto problema ante los continuos cambios de horario que me planteáis. Sabes que soy la única que he introducido cambios en la atención a tus clientes, por eso vuelven, por eso continúan siendo tus clientes. Julián, es justo y necesario que cobre lo mismo que mis compañeros. No existe más diferencia en el trabajo que hacemos que nuestro propio nombre. Y es lo que me merezco. Soy otro trabajador más. Gracias por tu tiempo. Espero sinceramente que lo consideres.
Salió de aquel despacho con la mirada escéptica de Julián clavada en su cogote y con la satisfacción de haber hecho lo que tenía que hacer. Entró en el baño de la gasolinera para refrescarse las manos y serenar su atrevimiento. Abrió el grifo del agua y se inclinó para mojar sus labios. Al volver la vista al espejo, allí estaban, sus cuatro acompañantes. Su imagen era nítida y clara, como un fotografía. Ahora sí las reconoció. Rigoberta Menchú con su pelo recogido con una diadema sonreía ampliamente. Rosa de Luxemburgo a su derecha , en blanco y negro, chocaba levemente las puntas de sus dedos simulando un pequeño aplauso. Al otro lado de su reflejo Isabel Oyarzabal, con un ejemplar de Crónicas femeninas , agachaba su cabeza en señal de aprobación y justo a su izquierda, Rosa Parks, con su tez morena y sus gafas de metal, sonreía y aplaudía a la vez. Desde aquel día, Marina jamás volvió a temer ver su reflejo en ningún otro cristal.