Unas semana son más tranquilas que otras , igual pasa con los meses y los años. Teresa sentía constante desasosiego porque pasarán los días con tanta rapidez, con la celeridad de un rayo y la soledad de un cementerio. En ocasiones, se paraba en medio de un pasillo del metro de la línea 10 que cogía todos los días para llegar a la oficina. Cerraba los ojos y escuchaba los sonidos que le llegaban de su alrededor. Le gustaba imaginar que en ese momento podía abandonar ahí su cuerpo y ascender hacia el techo de la cueva suburbana. Desde allí, comprobar las reacciones del resto de viajeros. Tomar los fotogramas que a menudo pasaban inadvertidos para ella debido a la prisa.
Hoy lo ha vuelto a hacer. Ha bajado del tercer vagón del metro en la estación de Alonso Martínez. Ha subido el primer tramo de escaleras. Ha avanzado unos pasos. Ha subido el segundo tramo de escaleras. Finalizado este tramo, ha recorrido unos 2 metros y pegada a la pared de su derecha, se ha parado en mitad del pasillo próximo ya los tornos de la salida. Ha cerrado los ojos con fuerza, y una mano extraña ha tocado su hombro. Se eleva, Teresa nota que se eleva sobre las cabezas de los viandantes. Mira al propietario de la mano, es su abuela Jacinta. Le sonríe, y sin mediar palabra, le señala con la mirada hacia el pasillo:
El señor que toca el acordeón, con una sonrisa impostada y gorro de lana gris, bien por la mierda que lleva acuestas o porque de veras ese es su color. La jovencita de rastas con pañuelo palestino al cuello que rebusca algo en su bolsillo de pantalones a lo Bob Marley, para darle al músico callejero. Sin quererlo, roza con su brazo a la pija ejecutiva que va consultando su móvil y la mira con gran recelo no siendo que le haya ensuciado su chaqueta D&G recién estrenada. La muchacha levanta la mano en señal de «lo siento» , y la pija continua su camino. El señor del acordeón agacha la cabeza como agradeciendo y le guiña un ojo. Parece que sabe que la joven hace lo que puede desde su humilde papel para que esta película cambie. Quizás también la pija, pero no lo hace evidente. Teresa vira su mirada en dirección contraria, pues escucha unas voces. Alguien grita en un idioma que no es el nuestro, el tono parece indignado. No le entiende, pero parece que tampoco está de acuerdo con lo que pasa. Dos guardias de seguridad están increpando a un chaval de color, vamos un negro. Le piden los papeles. Por las señas, el chico debe tener problemas con su billete de metro, pero los seguratas le impiden pasar, le piden los papeles, que se identifique. El chico niega con la cabeza. Nadie se para, nadie mira. Todos continúan su rutina. Ni la chica del pañuelo palestino se acerca, está paralizada, tiene el gesto torcido, pero no se mueve. Finalmente el negro les enseña su carnet, tiene DNI, está en regla. Ahora sí , le dejan pasar, validan su billete. Solo se había desimantado la banda, les chilla el chico. El perro del ciego que vende cupones, negro como él , lo mira y mueve el rabo. Será por el color que le ha caído bien, pues generalmente es un perro que no emite ningún gesto. Justo al lado del puesto de cupones, una pareja de guiris mira en un mapa, mochilas al hombro, botas de montaña, parece que estuvieran buscando una ruta de senderismo por el metro de Madrid, que seguro que existe. El chico lo tiene claro, dobla el mapa y lo mete en el bolsillo de la rodilla de su pantalón de trecking verde caqui. Señala la salida en dirección a Sagasta, su compañera se ajusta la cremallera de la parka a la altura del cuello y le sigue decidida hacia el mundo. A la vez que inician la marcha se cruzan con una mujer que entra con un cochecito de bebe, de unos 10 meses, con bufanda y gorro de Peppa Pig. La mamá, o eso parece , se para un segundo en su carrera vespertina y desanuda la bufanda de la pequeña y le retira el gorro. Se inclina y le da un beso en la frente a la vez que guarda las prendas en la bolso colgado del manillar del carro. Se levanta y coge enérgicamente el carro para iniciar el paso acelerado. Tiene ojeras que disimula debajo de sus grandes gafas de pasta, pero aunque parece cansada , no se detiene. Va hablando con su pequeña, le cuenta algo gracioso pues la pequeña sonríe a mama y le tira un beso con su manita. Un ejecutivo trajeado, con el pelo rizado engominado levemente hacia atrás, tropieza con la rueda delantera del carro. Se gira con mal humor hacia las dos, hace intento de gruñir, pero la nena le mira y sonríe, y el guarda su lengua , parece que su boca esboza una pequeña sonrisa, pero continua su camino. La madre ni se ha dado cuenta, está busca que te busca algo que lleva en ese saco de bolso. No lo encuentra, se para y vuelve su cabeza. Mira al suelo, a un lado y otro del pasillo, bajo el carro de su pequeña. Parece ponerse nerviosa. Teresa se percata que el gorro de Peppa Pig está tirado en el suelo, junto a la cola de nutria del perro del ciego. El animal, como si hubiera entendido lo que sucede, hace un movimiento con el rabo desplazando el gorrito unos centímetros, los suficientes para alcanzar el campo visual de la mujer. Aliviada avanza a por él con pasitos cortos pero decididos y lo mete en el bolso. Ahora sí queda en su interior, y reinician su marcha hacia el andén. Teresa la sigue con la mirada, el muchacho negro se acerca hacia ella y se ofrece para elevar el carro de la pequeña y bajar las escaleras hacia el andén. «Gracias, muchas gracias» cree leer en los labios de ella.
Teresa sonríe. Todavía cabe un rayo de esperanza. El mundo no está perdido del todo. De repente, siente que la presión en su hombro la abandona. Gira la cabeza y ya no ve a su abuela Jacinta. Todo se ha fundido en negro. Siente que alguien la coge de la mano y la habla muy cerca.
Señorita, señorita,¿ se encuentra bien ? No, no lleva anillo. Señorita, responda por favor.
El aliento le huele a café, café solo y leve mezcla a hierbabuena. Lo intenta camuflar con un chicle o caramelo de mentol. Teresa abre los ojos, tiene la visión borrosa, no enfoca, le cuesta. Se incorpora despacio, siente que alguien le mantiene la espalda. Va mejorando su vista. Ya puede distinguir a todos aquellos que la rodean. El señor del acordeón es el que presta su mano para aguantarle la espalda. El ejecutivo es quien la pregunta insistentemente si se encuentra bien. A su izquierda, los guardias de seguridad hablan por el walki con alguien de fuera informando del desmayo de una pasajera, no pero espera ya vuelve en sí, ahora te aviso. La chica del pañuelo palestino también está allí agachada y con cara de preocupación. Teresa la mira y la sonríe, no te preocupes bonita, estoy bien, solo ha sido un mareo. Entre los guardias y la muchacha aparece el hocico del labrador negro, parece que está moviendo su cola de nuevo. Teresa se levanta despacio apoyándose en las manos del guapo ejecutivo y del chico de color que se encuentra a su derecha. No sabe muy bien que ha pasado, está aturdida, todos la miran con cierta preocupación, no sabe si porque de verdad les interesa saber que Teresa se encuentra recuperada o porque han perdido tiempo en su acelerado camino hacia la rutina. Les agradece tanto como puede su ayuda y les pide disculpas por el susto y las molestias. La mama de la pequeña del gorro de Peppa Pig le ofrece un poco de agua, no se preocupe es una botella nueva que llevaba para Saida, beba tranquila. En poco instantes el circulo de persona se ha disgregado, y Teresa ha quedado allí, caminando despacio hacia el exterior de la estación de metro, con el buen sabor de boca de haber conseguido parar el tiempo para degustar la vida.