Por un momento, cerró los ojos y quiso entender el significado de aquella escultura. Recordó los dias en ese hospital improvisado a los pies de Tíbet, sin vendas, con escasos calmantes y con hilo para coser tan solo cuatro heridas que no rebasaran el palmo de su mano o sino sólo podría coser a tres. El sudor de su frente no cesaba y su bata se le pegaba al cuerpo como queriendo arropar la tiritona que tenía pese a los 22 grados en aquel abril de Katmandú.
El llanto de un pequeño arropado en los brazos de su padre frente a aquel Atlas gigante, le devolvió el fotograma de la tienda de campaña de Alepo , donde se refugiaba Rashira con su anemico recién nacido y dos pequeños Gemelos de apenas 15 meses que tropezaban por el iglu de tela buscando algo con lo que jugar. Como los niños de las calles de Guinea detrás de aquella pelota de papel y trapo, esperando a que alguno de sus familiares saliese indemne de aquel virus caníbal y hemofilico. Tomás no sabía verdaderamente si aquella escultura era la representación del peso del planeta sobre los hombros de la humanidad o ,por contra, era la imagen de la ironía y el sarcasmo de creernos los dueños de un mundo que no hace más que rebelarse ante tanta indignidad.