Cuando tarde parece nunca

TadenuncaUn Parkinson repentino se había adueñado de la firmeza de sus manos. Aquellas que con tanta fuerza y cerrazón habían estado encadenadas tres semanas antes a los barrotes de la ventana de su casa, delante de la indolente cara de Don Gregorio y su ejecución hipotecaria. Ahora temblaban por la incertidumbre y la rabia de no saber cómo hacer frente a lo que se le comunicaba en esa misiva demorada.

Ramón jadeaba en cada peldaño de escalera arrastrando sus pies de plomo. Su espalda parecía más encorvada por el nudo que ahogaba su pecho. Un profundo vacío absorbía el aire de sus pulmones, multiplicando por diez aquellos dos tramos de escalera hasta la primera planta. El frío sudor escurría su frente en pequeños brillos mientras llegaba al descansillo donde se encontraba su casa. Introdujo la llave en la cerradura y la giró mientras releía en el cartel de la puerta «Señores de Sanchís». Acarició las letras con los dedos y cerró la puerta tras de sí. Apoyó la espalda y dejó caer sus manos a ambos lados de su cuerpo. Rasty aprovechó para lamer tímidamente los dedos de su amo, como queriendo calmar el temblor que nos los dejaba quietos.

-¡Ahora no Rasty!¡ déjame perro tonto! Tengo que pensar. Necesito saber sí aún puedo arreglarlo.

Dejó las llaves en el polvoriento vacía bolsillos que Julia había colocado en la entrada y se dirigió al salón desahogando su garganta de la bufanda que su mujer había tejido para él, pero sin despojarse de su abrigo. La luz de la mañana empezaba a colarse por las rendijas de la persiana, pero Ramón prefirió mantener la penumbra que desde hacía ya dos meses se había instalado en aquella casa. Encendió el viejo ordenador que había heredado en la mudanza de su hijo, y comenzó a teclear perforando las letras con sus dedos temblorosos. No era un experto en las búsquedas en internet, pero algo había aprendido viendo a su hijo Manuel preparando los trabajos de la universidad.

Le encantaba sentarse a su lado cuando volvía del taller, y sin apenas asearse, conversaba con su hijo mientras observaba su destreza al frente de aquel viejo ordenador. «hay que ver qué cosas haces con este trasto hijo. Yo a tu edad no sabía más que las cuatro reglas y con eso tuve que apañármelas para aprender un oficio. Cómo manejas las teclas, si pareces al Nacho Cano ese de Mecano» Le pasmaba la agilidad que tenía el muchacho. Nadie había podido ayudarle, todo lo había aprendido sólo. «Que orgulloso estoy de ti hijo, es una pena que aquí no sepan aprovechar tu inteligencia, esa capacidad de trabajo que tienes y esas ganas de seguir aprendiendo. Alguien debe valorar lo que sabes hacer Manuel, aunque sea fuera de nuestro país, adelante hijo, el avión te está esperando».

Efectivamente la carta del bufete no mentía. Allí estaba. Publicado en todos los periódicos digitales, en primera y con grandes titulares. La sentencia era firme. De nuevo el sudor de su frente comenzó a helarle la piel mientras sus manos inseguras mantenían el portafotos con el rostro de Julia cuando era joven.

-Ya está Julita, ya terminó todo… y ahora ¿para qué…. ya, ya que más me da si tú no podrás verles la cara cuando nos devuelvan lo que nos quitaron? ¿Qué sentido tiene esta carta ahora? Ellos me han robado lo que más valía. Ahora ya no.

Los ojos de Ramón se llenaron de rabia, y resentimiento, y pena. Hilos de dolor recorrieron sus mejillas y gotearon sobre el retrato de su esposa. Sonó su móvil, el rostro de su hijo Manuel en la pantalla enmudeció sus lágrimas:

-¡¡Manuel, hijo, hijo mío!! Sí, sí te oigo hijo, te oigo…¿Dónde? Ah, Glasgow, sí, sí ya se, ya , en la Gran Bretaña, ¿no hijo? Lo sé, me ha llegado una carta de los abogados esta mañana. Pero ¿ahora qué, para qué, de qué sirve ya? ¿De que me sirve si me han dejado solo?¿para qué lo quiero si no tengo con quién disfrutarlo? Y tú ya has encontrado tu sitio, tu hogar, ese que nos quisieron quitar, ya no tiene sentido nada, hijo, ya no.

Ramón apretó la mano contra su boca intentando ahogar los sollozos que traicioneros se acumulaban en sus labios.

-Ya Manuel, pero la justicia llega tarde para nosotros, por mucho que paguen jamás podrán devolvérmelo todo, y eso Manuel, eso ya no tiene sentencia que lo solucione…… Lo sé…. sí lo sé hijo mío, se que tú estás…. pero lejos… y eso también ha sido por ellos. No , no te preocupes por mí, estaré bien, tranquilo Manuel, no hace falta que vengas. Tú haz lo que tengas que hacer, yo lo entiendo hijo. Adiós…. adiós…sí yo también hijo mío.

Al colgar la llamada, Ramón hundió su cabeza entre los hombros y, meciéndola de un lado a otro, intentó encontrar consuelo a tanta desazón. Entonces Ramón se percató de la impresora que reposaba bajo la bandeja del teclado y volvió a recordar la carta que había enviado al banco hacía dos días.

Durante aquellos dos meses, su cama medio deshecha al levantarse cada mañana, el amargor del café sólo en aquella cocina, ahora tan inmensa, y la ausencia y los silencios en las tardes de telenovela en ese sillón huérfano, habían empujado a Ramón a escribir una carta amenazante a Don Gregorio, conteniendo toda la ira que le habían hecho acumular durante este proceso. Las trampas financieras que había tejido el director de la sucursal bancaria, y la amenaza del desahucio, habían arrancado a Julia de su lado para siempre. Ramón secó su rostro con la manga de su gabardina gris y se enrolló de nuevo la bufanda sobre su sofocada garganta. Rasty salió detrás de su amo, moviendo el rabo sigilosamente como en señal de su paseo matutino.

-Rasty, después, después, ahora llevo prisa, tengo que llegar antes de que abran mi carta.

Ramón apresuró el paso tanto como sus 70 años se lo permitieron. Ni tan siquiera reparó en que la carta de los abogados aún seguía aferrada a su mano derecha. Cuando llegó a la puerta de la sucursal, antes de entrar, paró en seco frente al cajero automático. Inspiró profundamente doblando su cintura y apoyando la mano sobre su pierna para no perder el equilibrio. Al atravesar las dobles puertas de seguridad, se cercioró de que su carta estaba sobre la mesa del auxiliar de dirección. Reconoció su sobre color salmón con el sello del nuevo Rey, pero sin matasellar por correos. Con el nombre de Don Gregorio Macías tipografiado con Arial 12 en la tinta Azul de su Canon. Sin remitente, por supuesto.

-¿A qué ha venido? Acaba de salir la sentencia. Aún no nos han dado tiempo a que nos llegue todo el efectivo. ¿O es qué ha venido a restregarme por la cara sus ínfulas de vencedor?

El director del banco había interceptado a Ramón en la misma entrada, no había permitido que diese ni un paso más hacia el interior de la sucursal. Ramón no consiguió entender el enrojecimiento de su rostro, a qué venía tanta obstinación, tanta soberbia. Vergüenza, por lo menos hubiera esperado ver algo de vergüenza en su cara. Pero ni rastro.

Ramón se volvió hacía la salida, y mientras la primera puerta acristalada se cerraba pronunció la sentencia más firme que dictaría en toda su vida:

-No, aún puedo esperar un poco más por MI DINERO. Tan sólo he venido a desearle suerte, porque ahora comienza su infierno.

**Nota del autor: un homenaje a tantos y tantos inocentes a los que unos pocos intentaron arrebatarles el esfuerzo de toda su vida.

El nunca más

 

 

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