Comenzó a tocar las cuerdas con prudencia para no asustar a sus distraídos acompañantes. Pronto se formó un corrillo a su alrededor que mejoraba la acústica del lugar. José entreabría los ojos mientras sus dedos mimaban a su guitarra y aprovechaba para echar un vistazo a quienes frente a él, escuchaban el conjunto de sus notas. En ocasiones, imaginaba que se elevaba sobre todos ellos, abandonaba su cuerpo y, en una especie de estado metafísico, se apresuraba a comprobar si ella había venido o no.
Tendría que comprar pronto nuevas cuerdas para la guitarra. Había notado que alguna de ellas no vibraba como siempre y se deshacía en sus dedos. Pero no le importaba demasiado. El sudor en sus manos tampoco sería impedimento. No dejaría de asistir una tarde más a su puesta en escena sobre el puente más romántico de su ciudad lusitana.
José agarró la cinta de su guitarra y se la pasó por la cabeza para portarla sobre su espalda. Frente al espejo del recibidor frotó su barba con la punta de sus dedos, mientras desahogaba su pecho con un hondo suspiro. Retrocedió dos pasos en busca de su gorra negra, y se apretó la frente con la mano recordando dónde la había dejado la semana anterior. En el perchero de la pared, junto al espejo, encontró al camuflador de sus castaños ojos rasgados. Repasó el pañuelo palestino alrededor del cuello mientras comprobó en el móvil la hora. La llaves castañearon el suelo al precipitarse para salir por la puerta. En cámara rápida se agachó a recogerlas y salió de aquella pequeña casa de pescadores, intentando llegar puntual a su cita.
Estuvo a punto de cambiar el rumbo de sus pasos. Aquel sábado también bajaba por la Rua de Cantos Aleluia cuando se percató de la cantidad de turistas que habían llegado a la pequeña ciudad de los canales. Levantó un momento la cabeza para saludar a Joao, el amigo de las góndolas repletas de visitantes sedientos de nuevas experiencias. Entonces creyó cruzarse con la mirada de ojos aceituna de una de las muchachas que subían en ese momento a la góndola. Sintió erizarse el pelo de la nuca al pensar que ella se encontraba de nuevo tan cerca. Pero José continuó su camino al comprobar que su amante perdida no llevaría la compañía de aquellas universitarias atolondradas.
Un quiebro de cintura le salvó de chocarse con una pareja que, con cierta dificultad, intentaba pasear con las viejas bicicletas del ayuntamiento a disposición de los turistas. Sonrió al ver la torpeza de los jóvenes en el manejo del manillar y su encarecido esfuerzo por no caer sobre el agua de los canales. La amplia sonrisa de la muchacha le hizo vacilar de nuevo, creyendo encontrar en él, el gesto alegre de su fugitiva. Sacó una mano del bolsillo de su vaquero para comprobar de nuevo la hora en su móvil y repasó la posición de su visera.
A unos metros del puente, adornado con un arco iris de lazos en sus barrotes, se llevó las manos al centro de su pecho y palmeó sobre su estómago, como quien palmea el culito de un bebe que intenta sosegar su desconsolado llanto. José se resistía a perder ilusión de volver a tocarla con sus dedos o acariciarla con las notas de su guitarra.
Ningún espectador rechazaba imprimir en su retina el destello de brillos, colores y sombras, como reflejos de un caleidoscopio, provocado por los rayos del sol poniente que comenzaba a colarse por las rendijas que quedaban en la engalanada barandilla. José tropezó justo en el último escalón al subir las escaleras que alzaban el puente sobre el canal. Confundió la rubia melena de una joven que tomaba una foto a unos recién jubilados con una polaroid muy vintage, pensó. El manto albino que cubría los hombros de la muchacha agudizó el escozor en el estómago del cantautor, disimulando el dolor de sus manos que habían evitado caer de bruces sobre los escalones. Se levantó de un salto y se sacudió mientras comprobaba que la belleza de aquella mujer tampoco era el consuelo de aquella búsqueda truncada en tantos atardeceres.
Volvió su brazo para agarrar la panza de su guitarra y traerla consigo hacia el frente. José retiró la funda , como el amante que desnuda sigiloso el cuerpo de su desvelo. Aunque el sol aún calentaba aquella tarde de septiembre, su frente se volvió pálida y fría. Dejó la funda abierta sobre el suelo de madera. Tarareó unos acordes con los dedos y decidió que la púa hoy sería otro espectador más, que sus yemas se bastarían en el roce de sus cuerdas. Al flautista de Hamelit portugués se le agarrotaba el cuerpo a la vez que se le llenaban las venas de sangre a borbotones cada vez que daba comienzo su espectáculo. José se iniciaba acariciando los tendones de su fiel compañera sólo para que una de ellos volviera, para que su rostro apareciese de nuevo entre uno de tantos que le canturreaban y aplaudían en aquellos ocasos purpúreos de Aveiro.
Tras unas horas de arrumacos, besos y tarareos del corro que le escoltaba, el sudor de sus dedos se había evaporado y el huido nudo de su estómago le mantenía erguido sobre su guitarra. Y los aplausos rompieron la melodía y José se agarró con fuerza el pecho que le abrasaba justo en el centro del corazón. Quizá ya no existía, quizá ya no le recordase, quizá ya no sabría volver. José creyó que una sola canción bastaría para grabar en aquella diosa todo su sentimiento, pensó que sus palabras convertidas en poema serían el contrato más certero en aquella noche. Pero era evidente que no todos entendemos el mundo de la misma manera, o las notas de una guitarra no significan lo mismo para todos los oídos.