Con la goma y un Home-run.

jugando a la gomaHubo un tiempo en el que jugábamos a la goma. Sí, ese trozo de cinta elástica de color negro o blanco que se anudaba uniendo los dos extremos. Necesitábamos ser tres para poder jugar, pues dos hacían de mástil y otra saltaba al ritmo de una canción. Podías jugar varias medidas, en los tobillos, y sí no te equivocabas y conseguías deshacerte del nudo que hacías al saltar, pasaba al siguiente nivel, que era ponerse la goma en los rodillas, y así hasta debajo de los brazos. Si éramos más de tres y pares, jugábamos en pareja, de tal forma que si te liabas y no sabías salir de allí, tenías la oportunidad de que tu pareja te salvara, desenredando la maraña. Y si no era así , pues ale a hacer de mástil.

Combinábamos la goma con los bailes. Los domingos por la tarde después del capítulo de Fama, alguna se bajaba su radio-cassette con música que grabábamos de la radio, a través de un micrófono o poniendo radio-cassette contra radio-cassette. Muy tecnológico todo, pero era lo que había. Inventábamos coreografías que repetíamos y repetíamos hasta hartarnos o hasta que la cinta comenzaba a hacer ruidos extraños y se nos fastidiaba la banda sonora. De otros parques de alrededor, venían al nuestro a pedirnos participar, éramos la envidia del barrio. Sabíamos movernos, teníamos ritmo, y nos compenetrábamos bien. Incluso hacíamos festivales en los que las madres participaban entre bambalinas, el portal de nuestro edificio. Nos maquillaban, nos peinaban y animaban como si, en verdad, fuésemos a estrenar una revista. Los chicos eran nuestro público. David, Rubén, Paquito, Alberto….y toda la gente que pasaba por allí, pues nuestra urbanización no era cerrada, como la mayoría de las actuales. No nos daba vergüenza, nos gustaba bailar y que nos mirasen, teníamos la vehemencia de los niños de 10 años.

Por si hacíamos poco ejercicio , saltábamos del escenario para jugar a rescate. Los chicos a por las chicas y viceversa. Corríamos dando vueltas a los tres edificios, arrollando los arbustos de nuestros cuidados jardines, perseguidas por uno de ellos o , si ya habían cogido a la mayoría y solo quedaba una, nos perseguían todos a la vez, ¡qué gusto! ni en la discoteca me volvió a ocurrir algo similar.

Para los deportes también teníamos un rato. El beisbol era el elegido para jugar por equipos. Pero no había guante ni bate de madera, no saben cómo se bateaba con el Mimosín de turno. Revisábamos las cocinas de nuestras casas en busca del bate ganador. Y en caso de ausencia, no teníamos escrúpulos para mirar en la basura, seguro que allí nos esperaban para jugar el mejor home-run. Nuestro campo distaba mucho de un verdadero estadio de beisbol. En lugar de césped, arena, en vez de bases columpios, y las gradas, las terrazas y balcones atestadas de madres animando a la vez que vigilaban.

Pero en aquella navidad las luces de aquel barrio se apagaron. Se nos fundieron los plomos cuando ella enfermó. La goma de saltar se convirtió en cordeles de lana anudados a nuestros dedos intentando imitar los movimientos de nuestros pies. Mientras hacíamos y deshacíamos el croquis con nuestras falanges, nos animábamos sobre las ultimas noticias que nos llegaban de los mayores, o de las conversaciones que espiábamos para saber sobre su regreso. En lugar de bailes , nos sentábamos en circulo con las letras de las canciones de Hombre G, Duncan dhu, o Tennesse y tarareábamos las canciones que más nos gustaban , que más le gustaban. Los rescates y el beisbol se convirtieron en corrillos sobre la caldera de cemento de nuestro parque, que albergaban los juegos de cartas , palabras encadenadas o adivina quién soy con mímica.

Y con la primavera volvió. Y nos alegramos porque nos la devolvieran, aunque nos costó acostumbrarnos a su nueva realidad. Pero lo hicimos. Y durante algún tiempo los deseos de complacerla y hacer más pequeño su dolor, sustituyó nuestro espíritu infantil y salvaje. Y no nos importó. El tiempo jamás volvió a poner las cosas en su sitio. Ni los saltos a la goma, ni los bailes ni las carreras de beisbol nos sabían cómo antes de aquella Navidad. Tuvimos que aprender nuevos juegos que integrasen aquella silla de ruedas. Y pese a nuestros intentos por volver a ser los de siempre, nunca volvimos a serlo y aquel barrió se quebró 5 años después.

Mi amiga nos mostró sin quererlo , sin haberlo pedido, que la vida es un instante y que todo puede cambiar de un día para otro. A ti, Silvia.

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