Ya no podíamos contar con él, o quizá nunca lo habíamos hecho. Todo había sido un espejismo y habíamos vivido en la fantasía de creer que éramos realmente una familia. Con un padre responsable cuyas jornadas laborales se alargaban hasta la madrugada, mientras mi madre se esforzaba por mantener esa paz doméstica en sus ausencias, aquellas que nos adornaba con cuentos y leyendas inventadas. Pero cuando el almizcle de aquella taberna trasnochada sobrepasó el umbral de nuestra casa, esa fingida armonía quedó rota por los gritos protectores de una madre atemorizada, pero capaz de salvaguardar la vida sus hijos, lo único que aún le importaba.